viernes, 3 de abril de 2015

“Perrea un libro": la fantasía del lector joven del Instituto de Investigaciones Filológicas


La calle te da lo que un libro no te enseña
y un libro te enseña lo que la calle no te da.
La dignidad por el oro no se empeña,
por eso me mantengo firme ante la sociedad.
Con palabras rebuscadas tejen mentiras elaboradas
pa' engañarte en su confusión organizada.
Mi punto es real: si lo que canto está mal,
clausura la música en general

Daddy Yankee, “Palabras con sentido”

El Instituto de Investigaciones Filológicas ha iniciado una campaña para, dice, difundir la lectura entre los jóvenes utilizando un atributo que le parece característico: el gusto por el baile y más específicamente, por el llamado perreo. Después de haber producido un video musical en el que Tren subterráneo, de Fernando Curiel, es adaptado a este ritmo, el Instituto difunde la campaña completa, que explica los motivos y los propósitos de esta acción. En su cuenta de Youtube se lee: “Perrea un Libro es una herramienta para fomentar la lectura entre los jóvenes. Para ello se tomaron textos del libro “Tren Subterráneo”, del escritor e investigador del IIFL Fernando Curiel, para formar la letra de una canción a ritmo de este género musical. (La canción se produjo con ayuda del cantante panameño Baby Killa y el productor del género Dj. Chango, y se grabó en un estudio en la Delegación Iztapalapa)”. Al acceder al video, se encuentra la siguiente secuencia de argumentos, justificaciones y acciones:

1. Dice el Instituto: “México ocupa el penúltimo lugar en lectura de 107 países”.
2. Agrega: “A los jóvenes no les gusta leer libros, pero les gusta bailar”.
3. Dice DJ Chango: “Todas las canciones son: perrea, perrea, vamos a perrear”
4. Dice Fernando Curiel: La prosa y la poesía son música; la promoción de la lectura comienza con la difusión del mensaje, que es el texto (literario).
5. Se presenta la campaña, con los logos del IIFL y la UNAM: “Presentan: Perrea un libro”.
6. Aparece el cantante Baby Killa grabando el tema con los textos de Curiel, alternando con escenas de él y DJ Chango haciendo la adaptación.
7. Dice el Instituto: “Y llevamos la canción a sus fiestas”.
8. Aparecen los jóvenes bailando la canción cantada por Baby Killa.
9. Dice el Instituto: “Cuando ya la cantaban, se les demostró que habían empezado a leer un libro.
10. Dice Baby Killa: “Esta canción fue basada en este libro, y espero que sigan fomentando la lectura”.
11. Se les reparten libros del IIFL a algunos jóvenes.
12. Algunos jóvenes aparecen leyendo (no sólo el libro de Curiel)
13. Dice una chica: Todo lo que venga con el reggaeton es bueno, todo lo que venga con la lectura es bueno.
14. Cierra con el logo de la campaña y la imagen de una chica leyendo junto a una pareja que perrea.

El video de la campaña, aquí: https://www.youtube.com/watch?v=vb5Xdc-VVMI
La canción completa, acá: https://www.youtube.com/watch?v=w9NzU...

De entrada, a mí me cuesta trabajo seguir la línea argumentativa, o hasta narrativa, de esta campaña: la primera aseveración, “a los jóvenes no les gusta leer libros” me parece desproporcionada, prejuiciosa, infundada y molesta. Si olvido eso por un momento y me subo a la perspectiva interior del propio Instituto, es cierto que hay un inusitado arrojo por hacer algo que está fuera de su zona de confort y seguramente muchos investigadores de ahí mismo se enfurecieron ante tal osadía. Eso es de celebrarse, por supuesto, ya que es algo que no se esperaría de un centro de estudios que identificamos más bien con el conservadurismo y el bajo perfil. Como renovación interna y apertura a promocionar sus textos a públicos que ellos no habrían imaginado, la campaña sería muy loable; es decir, si se admitiera que en vez de estarle haciendo un favor a México llevando la lectura “a esos que no leen porque no les gusta”, en realidad es una necesidad del IIFL hacerse visible y con esto se está haciendo él mismo un favor. Por eso, el asunto a discutir aquí no es la reescritura del libro de Curiel, ni el género musical elegido, ni el resultado final en tanto canción, sino cómo la campaña, al compartirse institucionalmente, termina contradiciéndose a sí misma y no llega a concretar su mensaje. ¿Qué es lo que preocupa al instituto?: ¿que los jóvenes no lean libros?, ¿que no lean SUS libros?, ¿que los textos estén cautivos en una materialidad, impidiendo su popularización? ¿O no le preocupa nada y sólo quiere jugar con sus textos?

Si se compartiera la canción, los testimonios y a los jóvenes bailando, sería la iniciativa de un instituto dispuesto a explorar. Lo que dice Curiel es interesante y el proceso de adaptación por parte de DJ Chango y Baby Killa es algo que a mí en lo personal me fascinaría conocer más de cerca. El asunto es que ya vestida de institución, la campaña se presenta como de promoción de la lectura en los jóvenes (el IIFL haciéndole al héroe) y comienza con un discurso que ya se ha superado con creces. Dice Michele Petit: “Abrir tiempos, espacios, donde el deseo de leer pueda abrirse camino, es una postura que hay que mantener muy sutilmente para que brinde libertad, para que no se sienta como una intromisión. Esto supone, por parte del 'iniciador', un trabajo sobre sí mismo, sobre su lugar, sobre su propia relación con los libros. Para que alguien no diga: “pero éste... ¿qué quiere?, ¿por qué me quiere hacer leer” Y no se trata de lanzarse a una cruzada para difundir la lectura; sería la mejor manera de ahuyentar a todos. Ni tampoco de seducir, de hacer demagogia”.

En este sentido, la campaña del IIFL parece hecha a dos manos: la propositiva, que se vale de herramientas de reescritura e intermedialidad que no son nuevas pero sí disfrutables y divertidas; y la institucional, que envuelve todo esto en un discurso demagógico que cae redondito en lo que la misma Petit señala: “En todos los ámbitos, editores y mediadores especulan sobre las 'necesidades' de los jóvenes y se esfuerzan por apegarse a esas supuestas necesidades. Por ello quisiera recordar, evocando las enseñanzas del psicoanálisis, que no hay que confundir deseo y necesidad, reducir el deseo a una necesidad, porque de este modo fabricamos anoréxicos”. ¿Cómo es que en el IIFL no se documentaron un poquito sobre difusión de la lectura y se dieron un oportunidad ellos mismos de conocer a Petit, a Pennac, a Gómez Palacios, a Ferreiro y tantos otros?

Con lo forzada que resulta su línea argumentativa al tomar forma de campaña, se resalta más que lo que quiere el IIFL es renovar su imagen; pero en vez de aceptar que quiere esforzarse en acercarse a públicos antes inexplorados y que se les ocurrió reguetonear uno de sus libros con la invaluable ayuda de un productor y un cantante para adaptarlo, decide unirse a este discurso institucional en el que se subestima la capacidad lectora de los jóvenes y se cree que sólo es posible invitar a la lectura haciéndole concesiones a esa clase “que no gusta de leer libros”. Ellos no le están haciendo un favor a nadie ni están realizando una obra de caridad: lo que hicieron fue un ejercicio de adaptación en el que los verdaderos protagonistas son los mecanismos de intermedialidad a los que ni siquiera se da importancia.

Vista desde el arrojo que supuso contravenir la tradicional cuadratura que caracteriza a este instituto, la campaña no es lógica consigo misma cuando, después de liberar al texto de su materialidad y de demostrar que es posible transmitir por otras vías lo originalmente constreñido a las páginas, regresa al adoctrinamiento más ramplón repartiendo libros que ni siquiera se ciñen al difundido y forzando una conclusión hechiza (si el reguetón es bueno, la lectura es buena) que pretende unir los puntos de una manera tramposa: ni una golondrina hace verano, ni Curiel reguetoneado hace lectores. Los afanes de heroísmo sepultan lo verdaderamente valioso de toda esta producción tan atípica en el IIFL y como campaña de lectura termina adoleciendo de lo mismo que todas las que parten de presupuestos y prejuicios que caracterizan a los jóvenes como imposibilitados para acceder a la lectura si no es edulcorada, diluida, hecha “a la manera que sí les gusta” según gente que no les presta oídos, en realidad, porque únicamente los ve como esa clase iletrada que hay que reformar.

La campaña propone un punto interesante; pero si fuera fiel consigo misma, daría lo mismo hasta que los muchachos supieran o no que es un texto de Curiel y una iniciativa del IIFL. También saldría sobrando que les repartieran libros. Quizá entonces supondría un gran precedente en cuestiones de autoría, de desestructura, de reflexión sobre la academia y su incidir en la sociedad.

Una cosa sí tiene ésta por sobre otras campañas de fomento a la lectura: los de Filológicas sí que leen, pero también demuestran que leer mucho y tan diverso no quita los prejuicios ni la verticalidad (en la que ellos se muestran por encima) de definir unilateralmente a toda una clase: la de los que “no leen”, según ellos. En realidad, la obsesión enfermiza por inyectar la lectura literaria no infunde confianza: cómo creer en alguien que dice adorar la lectura y que tiene que valerse de calzadores para difundirla. Por supuesto que es posible que un cuento bien contado, un poema musicalizado, un libro ilustrado, un texto que llega en el momento oportuno o un testimonio de lector convencido y apasionado, entre tantas otras posibilidades, realmente incidan en la perspectiva de un joven, pero hay que entender de inicio que invitar a la lectura es crear espacios sutiles de alternativa y oportunidad; y también comprometerse a crear lazos sólidos como difusor, cosa que tampoco hace el IIFL porque sólo encarga la encomienda y pone el capital, pero no se ve su participación más allá de eso: ojalá pudiéramos ver a Curiel trabajando con los reescritores o la música sonando en las instalaciones del Instituto.

Leer en la juventud puede ser, como sabemos, una experiencia absolutamente entrañable. Ojalá que quienes quieren invitar a tenerla lo puedan pensar dos veces antes de envolverla con discursos anticuados que pueden evitarse con documentación, reflexión, autocrítica y honestidad.

Fuente: Michele Petit, Lecturas: del espacio íntimo al espacio público,  Fondo de Cultura Económica, México, 2001. Pp. 26 y 27.

domingo, 7 de diciembre de 2014

De cómo me encontré un taller de limericks en la FIL y otras tesis denunca acabar


Es que yo estoy haciendo una tesis sobre la adaptación al español del limerick en María Elena Walsh, le dije al incrédulo muchacho. ¿Una tesis? Una tesis. El incrédulo muchacho se llama Pablo Arias y estuvo a cargo de un taller en la FIL niños. El taller tenía por objetivo que los niños escribieran, sí, limericks. Ojalá tuviera una cámara captando mis reacciones por la vida, porque sé que la expresión en mi rostro cuando vi la descripción del taller debe parecerse a eso que llaman maravilla.

Tuve que entrevistar improvisadamente a Pablo Arias y él accedió con mucho gusto. Resultó que el taller era difícil, justamente porque los niños no están acostumbrados a ese tipo de texto así, tan sin sentido, tan contrahecho, tan disparatadamente libre, tan feliz en su subversión. Lo primero que me sorprendió es que no les daban a leer limericks a los niños, sino que los hacían surgir mediante ilustraciones. Primero armaban a un personaje extraño que tenían ellos en un rompecabezas con imanes, y luego se animaban a crear a sus propios personajes muy à la Lear, à la Carroll... à la Walsh.

En ese momento había una niña en acción, una sola en el taller. Había creado a Chestilín, con unas grandes orejas y un ombligo descomunal. Me asombró ver lo fácil que el limerick se le trepó a la oreja y corrió a la voz, que es más o menos como describe el proceso mi querida María Elena. La otra encargada del taller, Daniela Galván, la apoyó en el número de versos y la secuencia de rima y fue escribiendo el resultado en una enorme pizarra negra que fungía como tercera pared del taller, hasta que le salió esta chulada:

Chestilín es un simplón
y está muy orejón,
en el bosque hace malabares
y navega por los mares
y con el ombligo come melón.

Mientras la niña dibujaba a Chestilín en la pizarra, Daniela se acercó a donde estaba yo entrevistando a Pablo. Ella está haciendo una tesis sobre limericks, le dijo su compañero. ¿Una tesis? Una tesis. Y se unió a la plática, también tenía mucho que contarme. Me dijeron que para los papás y los niños es algo totalmente nuevo y que para ellos dos también lo era, porque hasta que les asignaron el tema del taller supieron lo que era un limerick. Igual que yo, que conocí este género precioso hasta que leí la introducción al ejemplar de Zoo Loco que tengo desde mi muy tierna infancia, y el resto es historia.

No saben lo que están haciendo por el limerick, les dije a Pablo y a Daniela, quienes estaban realmente emocionados. Su taller parecía algo incomprendido a comparación de otros donde los niños se formaban por montones, pero en lo que platicábamos comenzó a acercarse gente y formaron un grupo suficiente como para seguir divulgando la palabra del limerick. Qué felicidad. Antes de irme, me regalaron de contrabando los materiales que usaban para el taller y me mostraron un ejemplar del libro de Edward Lear traducido por Eduardo Berti que yo nunca he podido conseguir. Le tomé una foto al libro, a la pizarra, a los talleristas; les dije que instintivamente habían sacado lo mejor del limerick al usar el detonante de la ilustración como Lear, pero poner tanto cuidado en el texto como Carroll y Walsh. Ellos estaban muy contentos, pero no más que yo.

Yo sabía que tenía que venir a esta FIL de Argentina y nonsense, pero no sabía que resultaría tan entrañable. Y por tantas cosas.





          



lunes, 23 de junio de 2014

Jubilar al "Puto"

He buscado exhaustivamente todas las opiniones posibles sobre el asunto del grito que la afición mexicana dirige a los porteros contrarios en partidos de soccer internacionales. El “Archivo Puto". Como en otras ocasiones, leer y escuchar opinadores me deja con un extraño sabor de boca. Sé que no es necesario ni obligatorio erigirse en guía del pensar colectivo, como sé también que cada quien es libre de expresar puntos de vista que pueden cambiar o matizarse con el puro ejercicio de compartirlos; pero no es la primera vez que veo levantarse las voces por una coyuntura que provoca un debate aparente y luego se pierde sin haberse profundizado, es decir, repensado; es decir, convertido en propuesta, en cosa práctica. La prisa por opinar traiciona, hace creer que la primera conclusión a la que llegamos es ya la opinión, cuando no hay nada más lejos de la realidad: volvamos después a esa aparente conclusión y veremos cómo nos va mostrando sus piezas y nos permite armar con ella otras cosas, y otras, que pueden no parecerse a lo que pensábamos que pensábamos.

Porque es posible que al autoevaluar lo que tanto defendemos nos asuste lo que encontremos, y justamente por eso es que el espinoso tema de un insulto colectivo en el estadio provoca puntos de vista polarizados: parece como que se quiere resolver el tema de un plumazo y no volver a pensar en él. Abre tantas puertas, nos confronta con tantas herencias de las que es complicadísimo escapar, que la opinión es más un ajuste de cuentas personal del que podemos salir no precisamente limpios.

Por supuesto que la palabra “puto” estigmatiza un comportamiento sexual considerado fuera del deber ser, como “pendejo” trae consigo intolerancia hacia quienes no llenan la expectativa de inteligencia, “pinche” se trata de minimizar el valor de algo/alguien, “güey” señala una animalidad negativa o “chingón” implica una capacidad sobresaliente para cogerse al vulnerable, al “chingado”. O “tonto”, o “idiota”, o “gordo”: ninguna palabra que se use como insulto pasa la prueba de no discriminación si nos detenemos a analizarla, porque sea cual sea el contexto en el que se aplique, establece a priori una expectativa de mayoría sobre el comportamiento humano. Un estándar implacable que vigila cada movimiento y usa estas palabras como indicadores de que lo que debería ser no está siendo.

En broma, en serio, de cariño o de odio, los insultos son un modo de regular conductas, de advertir a otro que eso que está haciendo no es lo que se espera de él; o de ello, como cuando los aplicamos al clima o al tráfico porque nos impiden sentirnos bien. Pero también los insultos han derivado en un juego defensivo ante la posible vulnerabilidad cuando sentimos respeto, ternura o amor: al llamar "puto" a un amigo o llevarnos pesado con nuestra pareja, reconocemos esa relación como algo fuera del estándar que debe ser mediado, una vez más, por la palabra. El insulto es barrera tras la cual nos sentimos a salvo: el insulto se traga la violencia, pero también el apego y la extrema emoción.

Al despejar desde su marco y  movilizar el juego para su equipo, el portero que circunstancialmente hace de "enemigo" representa lo mismo una amenaza que un aliado, porque aunque es el primer pase de lo que podría ser una anotación, también tiene en sus manos la continuación del juego que nos apasiona. Y el despeje, gesto por lo general carente de peligro real, es el único momento en que la tribuna puede acordar esa secuencia de manos temblando y anticipación del grito cuando el arquero posiciona el balón, y búsqueda de sincronía perfecta de la explosión de voz y el saque. Es un momento de plena teatralidad, de roles acordados que se corporalizan en el personaje Afición y encuentran cauce en el personaje Portero, sin importar cómo se llamen uno u otro.

La Afición futbolera, dice Villoro y sabemos todos, ha sufrido cambios trascendentales con el paso del tiempo. Desde el uso de camisetas que permiten ubicar de un vistazo las preferencias de las tribunas, cosa que antes no existía, hasta la popularización del deporte en medios masivos, la inversión en los clubes y en los propios deportistas o la cada vez mayor influencia de la publicidad en la erección de ídolos, la imagen del espectador se ha visto modificada desde todos los ángulos y esto es una parte importantísima a considerar para entender qué sucede con el “puto”.

La Afición no sólo insulta al contrario, también exige a su equipo categóricamente, incluso violentamente, que convierta esos 90 minutos y ese campo de juego en lo que tanto se ha dicho que son: un espacio de excepción, una fiesta en la que podemos darnos permisos que de otra forma serían imposibles. Los teóricos de lo dionisíaco  y lo carnavalesco estarían muy complacidos de ser citados una y otra vez porque sus ideas de veras parecen encajar perfectamente con esa casi incomprensible transformación que todo aficionado futbolero sufre cuando mira jugar a su equipo. Somos los césares del estadio, dueños de nuestros gladiadores aunque los admiremos: “se deben a nosotros”, repetimos, “sin nuestra lealtad y nuestro consumo no estarían aquí”. Y usamos la voz conjunta para participar con todo este poder que es parte del juego, de lo que sucede en la cancha.

Antes de que la FIFA condenara el grito, a instancias de una ONG vigilante de la no discriminación, quizá nos daba alternadamente pena o risa, o quizá ya lo habíamos condenado interiormente, pero no se nos había ocurrido advertir en público que la Afición estaba incurriendo en una falta grave porque el argumento inmediato en todos estos casos es un “así nos llevamos” que igual vale para dos adolescentes que se golpean entre risas que para un grupo de amigas que en nombre de la sinceridad se juzgan duramente. La Afición se ha empoderado por su carácter de consumidora, y el propio discurso del sistema interno del futbol promueve ese empoderamiento: la tribuna es su espacio y tiene derecho a aderezar el juego como mejor le parezca. Se le dota de alcohol, de comida, de productos relacionados con la marca que es su equipo; se le disfraza del festejado para el cual juegan 22 personas que además de asumir su posición en la cancha tienen el rol de representar aspiraciones, esperanzas y frustraciones.

Lo curioso del asunto del "puto", y lo que nos mueve tanto a todos los mexicanos, es que resulta una expresión más cercana al descuido que a la afirmación. No es lo mismo que los hooligans, o que los vándalos golpeando policías, o que una persona racista lanzando un plátano a un jugador negro, todos ellos statements unívocos, imposibles de defender bajo el amparo de la polisemia como sí ha sucedido con el grito mexicano. No hay una intención de separarse del resto, al contrario: la melodía en dos tiempos absorbe a la totalidad de la afición (si estás en el estadio y no gritas, igual es como si gritaras), y en contraste con cantar "Cielito lindo" o gritar "Sí se puede", no depende de las circunstancias del partido, ni de quién sea el portero, ni del resultado final. Contamos con que el portero no es cobarde, pero le gritamos una palabra de ratones verdes que va dirigida a quien ose enfrentársenos. El "puto" no es personal, literalmente, porque su base es despersonalizar al arquero rival por el decreto de la voz colectiva que en algún momento eligió del inventario de insultos la palabra que mejor explica la dimensión líquida, a veces inaprehensible, de un machismo milenario.

Para mí, que doy clases de Lengua y Literatura en secundaria y prepa, esa posibilidad de sanción hacia una expresión del léxico popular pone en movimiento muchos de los preceptos teóricos básicos que contemplan los programas de estudio y en los que yo misma creo. Para formar hablantes conscientes, el acto de censurar no aporta nada  y censurar un insulto pone en peligro todo el aparato argumentativo: ¿cómo condenar una condena y salir bien librado?

Esto no puede quedar en un "así nos llevamos", pero tampoco en aprovechar la coyuntura para dar sermones cuya hipocresía radica en centrarse en el palabra desde fuera y no en el fenómeno hacia adentro, adoptando el personaje de Pensador-madre que regaña a la Afición-hija por comportarse feo en el estadio y "hacernos ver mal" en acontecimientos deportivos internacionales. Es paradójico que muchos indignados de oficio que salieron a expresar su amplio descontento muestren desprecio al futbol o que no comulguen con la idea de patriotismo. Un aficionado puede intentar explicar en argumentos lo que pasa en el estadio y cómo se trastoca su idea de patria, de juego y de sí mismo, pero costará trabajo porque primero fue el comportamiento mediado por el carnaval y el consumo, y pensar en ello es una dura confrontación; si el no aficionado quiere entrar en su terreno con elaboradas ideas por delante pero no está dispuesto a escucharlo, le está aplicando en silencio la misma lógica de gritar "puto" al guardameta rival, pero sin el handicap del rito dionisíaco. Aguas.

Pedir que se deje de insultar en el futbol, o en la vida, no es para nada reprochable pero sí es ingenuo: después de todo, las palabras cargan con nuestros trapos, limpios y sucios. Pero pedir que volteemos a ver esos trapos sucios y no para buscar la vergüenza colectiva que nos haga sentirnos superiores moralmente, sino para generar conciencia y opciones, eso sí que tiene valor; sin embargo, sólo puede lograrse si quien asume tener una alternativa de pensamiento deja de elegir el tono pagado de sí mismo para expresarla. Me parece más condenable que el grito del estadio cualquier opinador o activista que llegue al terreno de discusión con la espada desenvainada como quien únicamente está continuando un soliloquio ya hecho en el que no hay espacios para el diálogo y el acuerdo. Quienes sólo dan su punto de vista por lucimiento de moral intachable podrán conquistar logros lingüísticos, pero no hay aterrizaje práctico posible para la Afición y quizá no es ésta la discusión correcta para ellos porque hay que estar pensando en muchas cosas al mismo tiempo y unas derriban constantemente a las otras. Y finalmente, la propuesta que se construya sobre este pantano asume que está dejando de considerar argumentos valiosos de otras posibles posturas, pero aun así se sabe necesaria para dejar al menos un hilo de claridad entre el rumor de las voces que se engolosinan desarrollando y se quedan varadas en la isla de Circe, sin recordar por qué estaban hablando de lo que hablaban.

Quitemos el "puto", entonces. Eso es lo que finalmente decidí plantear a mis alumnos, por lo pronto, aludiendo a su propia experiencia con la violencia verbal y a su capacidad de dominio de sí mismos. Que no importe si el portero rival no se siente ofendido o si el estadio es un espacio de excepción que nos da permiso: probemos que no somos esclavos de nuestras ocurrencias y que podemos tomar decisiones sobre nuestro lenguaje. Tengo la hipótesis de que el procedimiento para cambiar no es racional, porque la Afición es un personaje que responde mayormente a la emocionalidad y quizá por esa vía es por la que se podría generar un cambio. Pero eso sí, el menosprecio clasista y la ofensa gratuita no son opción: no es posible imponer nuevas reglas sin entender las anteriores. Y atención, porque el propio sistema del futbol, tan propenso al utilitarismo, tiene en sus estructuras mecanismos que pueden rescatarse para pedir juego limpio también en las tribunas; el insulto al arquero es una curiosa mezcla de simpatía y antipatía que no dejará de estar presente porque ésas son las bases del juego, pero ¿por qué no hacer poco a poco se transforme en otra cosa?

A mí en lo personal el grito me ha dado risa siempre y mi primera postura fue enfurecerme por la amenaza de censura. Pero luego pensé otra vez y lo vi distinto, así que escribí esto que representa un ejercicio de responsabilidad ante lo que he pensado y lo que pienso ahora: que los referentes construidos colectivamente son flexibles y que esa fantasía llamada lenguaje ha probado su capacidad de modelar lo real, de modo que capitalizar ambos hechos puede traer beneficios de praxis. Redimir el grito de "puto" sería el grano de arena más fácil de aportar en la empresa de poner los ojos y la acción sobre otros hechos de violencia física, ejecutados en nombre del espacio de excepción, que han tenido consecuencias terribles y dolorosas. Aunque por lo pronto parezca una magra conquista jubilar la palabra "puto" en un contexto tan acotado como el despeje del portero rival en partidos internacionales, no puedo ver absolutamente nada negativo en intentarlo. ¿Sería positivo, en cambio? Yo creo que sí, quizá mucho. La verdadera cuestión aquí es: ¿resulta viable? Llámenme ilusa panbolera, pero yo digo que sí-se-puede.

domingo, 20 de abril de 2014

Manchamanteles

hay un modo de ver como cuando éramos niños
y un gesto adulto que resulta muy útil
si de obediencia hablamos
consiste en tomar a dos manos la cabeza
de la infancia dispersa
y gentil pero firmemente
obligarla a voltear al punto que acordamos importante

repita: manos cabeza pinza
punto
y vuelta

el rostro de quien gira la cabeza ajena debe
permanecer impasible
no hay razón para exaltarse
el triunfo está más que asegurado desde que hay
un punto
que hemos acordado relevante

la infancia distraída no tiene punto
sino puntos

como cuando se toman
todos los colores adentro del puño
y se colma la nada de una lluvia imposible
cabezas sobre cuerpos imposibles
clave de sol sonriente
y manzanas maduras que permanecen en los árboles
clave de sí y la casa es geometría perfecta
clave de donde el pasto no se pisa porque los pies
no son nunca necesarios
clave de renuncio de antemano al psicoanálisis
si no le gusta mi figura humana déjeme sola
mi página se puede sostener a sí misma
puesta la vista oruga en mariposa

más que puntos son gritos
de guerra tímida
gritos de soldaditos de juguete inofensivos 
nada perturba a quien gira la cabeza ajena
debe
permanecer
impasible

y no importa cuánto se resista la infancia líquida
al final acabará cediendo porque manos
de adulto ganan siempre el mundo
diseñado para acordar qué punto es importante
en mesas que no conocen tacto de crayones

martes, 8 de abril de 2014

Esponjas

Tu sed no es como las otras
terrible esponja
grietas de origen te definen cuerpo
y no puedes parar
sequía marina
no puedes parar de necesito
de siempre quiero más
de siempre alerta de irse
con lo puesto

Yo tengo una poca de humedad
y te la ofrezco
mira en mi pelo
mira en mi sonrisa
ojos recién lavados
la mañana

Pero a ti no te basta terrible esponja
y te llevas pelo sonrisa ojos
con un gesto desdén
porque no soy diluvio
no soy lo que esperabas
sólo húmeda apenas

Hay que volver al agua
curarnos el desierto contagiado de ti
terrible por voraz
por insaciable
pantagruélica bebes
bebes bebes
glooooooooo toda la sed del orbe
me bebiste
toda
terrible
esponja
qué vamos a hacer qué voy a hacer
me bebiste como si te debiera algo

Yo qué me quedo dos cuencas
de barro
resquebrajándose
qué me queda la danza
de la lluvia

sin ánimo de baile